Jornada Mundial de la Juventud de 2011.
Cuando Madrid estuvo más cerca del Cielo.
De Madrid al Cielo es una frase muy castiza que prácticamente todos hemos pronunciado, o al menos, oído pronunciar. Dicen algunos que el dicho es «de Madrid el Cielo», refiriéndose al limpio color del cielo madrileño. Otros dicen que es «de Madrid al Cielo, y en el Cielo, un agujerito para verlo». En este caso se refleja la satisfacción de los madrileños tras el embellecimiento que llevó el Rey Carlos III, conocido como el mejor alcalde de Madrid, a la ciudad. De una forma u otra, lo que sí es seguro, es que nunca ha estado la capital de España más cerca del Cielo que el pasado año con la celebración de la Jornada Mundial de la Juventud.
La presencia de S.S. Benedicto XVI, la de dos millones de jóvenes dando un colorido y una alegriá a la ciudad posiblemente nunca vistos anteriormente, la incalculable cantidad de personas que acudía a título particular al magno acontecimiento y, las hermandades, muchas de ellas con sus Imágenes Titulares, ofrecían todo lo necesario para que aquellos días fueran especiales. Así y todo, lo que más pudo fue la presencia juvenil en las calles. Su comportamiento, además de excepcional, tuvo un encanto más especial aún. Ese encanto consistía en una sonrisa permanente y contagiosa a la que no le podía ni el cansancio ni el sofocante calor de aquellos días. El hospedaje de los jóvenes era solo para dormir, por lo que estaban todo el día por la ciudad.
Se distinguían por la mochila y la sonrisa paseando por las calles, visitando las Iglesias y otros edificios donde se exponían las Imágenes que habían acudido a Madrid para el tan esperado Vía Crucis de las Cofradías, haciendo colas para las comidas, esperando horas y horas para cualquiera de los actos programados, o en grupos camino del merecido descanso.
Los sacerdotes y frailes que, además de acudir a la JMJ eran los encargados de los grupos de jóvenes, llevaban las caras pintadas con los colores de sus respectivos países, mochilas, sombreros, ropa cómoda y alegría en el rostro. Las monjas, siempre más discretas con la indumentaria, producían una ternura especial al verlas con sus mochilas, sus hábitos arremandados y sus botas deportivas. Las había gorditas y de color tostado que partían el alma, pues daba la impresión de que se podían derretir subiendo la calle Alcalá cuando el sol más nos castigaba.