“En Medina no me hablaste”
Vivió tras los muros de un convento de clausura hace casi quinientos años. En aquella época, poco podía hacer una mujer, eran tiempos en que el papel de las mujeres era imitadísimo en todos los aspectos. Desde allí, ella era consciente de que fuera de aquellos muros, por las noticias que le llegaban, la vida no se desarrollaba por buenos caminos y, sobre todo, le dolía grandemente que hubiera personas que morían sin conocer al Dios que ella tanto conocía y amaba. El gran problema es que su condición de mujer no le permitía hacer nada que no fuera rezar y llevar una vida cotidiana en el convento. Pero Teresa no estaba dispuesta a llevar esa vida tan pasiva. El tiempo lo diría, no iba a pasar por el mundo de forma anónima. Ella estaba destinada a ser una de las santas más importantes del mundo de todos los tiempos.
Teresa de Cepeda y Ahumada, más conocida como Santa Teresa de Jesús o simplemente Teresa de Ávila (Ávila, 28 de marzo de 1515 – Alba de Tormes – , 4 de octubre de1582), fue una religiosa, fundadora de las carmelitas descalzas, rama de la Orden de Nuestra Señora del Monte Carmelo (o carmelitas), mística y española. Doctora de la Iglesia católica. Junto con San Juan de la Cruz, se considera a santa Teresa de Jesús la cumbre de la mística experimental cristiana, y una de las grandes maestras de la vida espiritual en la historia de la Iglesia.
Puesta frente a Dios, le conoció como Amigo y Maestro, como Libro vivo en el que comprender su propia verdad y la verdad del mundo. En Cristo, su Amado, Dios se le revelaba preocupado por la historia, preocupado por los hombres y mujeres de todos los tiempos, preocupado por ella. Teresa supo que, dando su vida por todos, Jesús le había marcado un rumbo y le pedía que siguiera sus huellas y que, andando junto a Él, también ella podría contribuir a cambiar la historia, a transformar la ciudad terrena en ciudad de Dios, a dibujar sobre este mundo el Reino. Y se puso en camino. Para ello disponía de una personalidad extraordinaria y se destacaba en ella la radicalidad, alegría, austeridad y entusiasmo en su entrega a la causa de Dios.
Su temperamento era eufórico y entrañable. Su fogosidad arrolladora se demostró ya desde los siete años, en que huyó, persuadiendo a su hermano Rodrigo a ir a tierra de moros a que los descabezasen por Cristo. Los detuvo en la marcha su tío Francisco Alvarez de Cepeda «a la puente del Adaja» y los volvió a casa. Con el mismo ardor se dio luego con otros niños a obras de piedad y ejercicios de devoción, como si fuesen ermitaños. La pubertad enfrió sus sentimientos; cultivó sus encantos naturales, muy guapa además, comenzó a leer apasionadamente libros de caballerías y probó los primeros amoríos. En aquella época murió su madre, Beatriz, y ella, afligida y sola, acudió a una imagen de la Virgen para que «fuese su madre».
Por apartarla de aquellos caminos la recluyó su padre en las Agustinas de Gracia, y el trato con la monja María de Briceño la volvió a «la verdad de cuando niña» y planteó su vocación a fuerza de razones. Ante la negativa de su padre, se fugó al convento de la Encarnación de Ávila, acompañada de su hermano Juan, el 2 noviembre 1535, y al año siguiente tomó el hábito. Recorre España fundando conventos a lo que dedica gran parte de su vida. Estos lugares son Ávila, donde fundó el convento de San José en 1562; Medina del Campo (Valladolid, 1567); Malagón (Ciudad Real), Valladolid y Toledo (1568); Salamanca (1570), Pastrana (Guadalajara, 1569), Alba de Tormes (Salamanca, 1571), Segovia (1574); Beas de Segura (Jaén) y Sevilla (1575); Caravaca de la Cruz (Murcia, 1576), Villanueva de la Jara (Cuenca) y Palencia (1580); Soria (1581) y Granada y Burgos (1582).