Y estaban todos confundidos. Fue entonces cuando el pastor Macario les dijo a los demás que ya comenzaban a enfadarse: Calma hermanos pastores, calma y serenidad. Para poder encontrar a Jesús, necesitamos dejarnos guiar por la fe en medio de la oscuridad. La fe es un don y por ello debemos pedirla a Dios. Él debe iluminar nuestro sendero. Hagamos un momento de oración para pedir al Señor que nos indique cuál es el camino que tenemos que seguir.
Algunos pastores no estuvieron de acuerdo, diciendo: No Macario, no nos vengas con esas cosas. No tenemos tiempo que perder. Ya ves lo que nos dijo el ángel, que fuéramos con prisa.
Sí, dijo Macario, es verdad que nos dijo que fuéramos aprisa, pero acuérdense que nos dijo que nos íbamos a encontrar con Jesús, el Hijo de Dios, y para eso necesitamos fe, Por ello, recojámonos un poco y hagamos un momento de oración.
No, yo no voy a perder el tiempo en esas cosas de oraciones. Estoy seguro que Belén está en esta dirección y señaló en una cierta dirección. Los que quieran llegar a Belén sin perder el tiempo, que me sigan.
Algunos le hicieron caso a Nemesio y de pronto salieron corriendo con sus rebaños en aquella dirección. Iban con prisa y casi atropellándose y se perdieron en medio de la niebla. Lo que más llamaba la atención es que ya no cantaban, sólo corrían. Entre las nubes espesas de la tiniebla el retintineo de los cencerros se fue apagando poco a poco.
Macario insistió: Hermanos pastores, pidamos al Señor que nos revele el camino para encontrar al Salvador.
Los pastores se arrodillaron y oraron. De pronto vieron que venía hacia ellos la débil luz de una lámpara. Era un ermitaño ciego que vivía en los alrededores de Belén. Al verlos, todos se llenaron de alegría.
Buenas noches hermano ermitaño, empezaron a gritar los pastores, mientras se ponían de pie.
El ermitaño no salía de su asombro al recibir el alegre saludo de los pastores. Cuando por fin se callaron les dijo: Hermanos pastores, estaba yo esta noche en oración, cuando de pronto me pidió el Señor que fuera a Belén, pues me dijo que mi ceguera iba a iluminar el camino de mis hermanos y que esta noche vería de nuevo la luz. Así que tomé mi bastón y esta luz para iluminar el camino de los que quieran seguirme a Belén. Como soy ciego, yo no necesito luz y además todos los días recorro ese camino para ir a orar.
Y diciendo esto se encaminó en medio de las tinieblas hacia Belén. Los pastores, llenos de alegría, volvieron a entonar sus cantos y hacer sonar sus flautas y los panderos, que acompañaban el feliz balar de las ovejas. Después de caminar un largo trecho, la niebla se levantó y claramente vieron ante ellos las luces de Belén. De prisa, los pastores, sus alegres rebaños y el ermitaño ciego se dirigieron hacia allá. Al entrar en la ciudad la niebla volvió a caer.
Los pastores se dijeron: El ángel nos habló de una estrella que estaba sobre el lugar en donde iba a nacer el niño, pero con esta niebla, no se puede ver el cielo. No podemos ver dónde ha nacido… Y de nuevo la tristeza se apoderó de ellos. En esta ocasión Macario y el anciano ermitaño les dijeron a los pastores: No se desanimen. Sigamos buscando y entraremos. De seguro el niño no puede estar lejos.
Y mientras caminaban silenciosos por las calles de Belén escucharon un fuerte llanto que salía de una pobre casa. El viejo ermitaño ciego se detuvo y con él los pastores. El ermitaño les dijo: No podemos pasar de largo. En esta casa hay alguien que sufre y nosotros debemos socorrer a esa persona.
Algunos pastores dijeron: No podemos perder el tiempo. Ya se nos ha hecho tarde y debemos llegar hasta donde está el niño. Si ustedes quieren entren en esa casa, nosotros seguiremos buscando el lugar en donde ha nacido Jesús, el Salvador. Y un grupo de pastores se alejó con sus rebaños a toda prisa por las estrechas calles empedradas de Belén. Iban con prisa, corriendo, ya sin cantar. Entre las tinieblas, una vez más sólo se oyó, hasta perderse, el sonar de los cencerros.
El ermitaño, el pastor Macario y los pastores que estaban con él, llamaron tímidamente a la puerta de la casa en la que se escuchaban gemidos y llantos. Les abrió una joven mujer, vestida de luto con los ojos arrasados en lágrimas. Al preguntarle qué le sucedía, la mujer les dijo:
He quedado viuda ayer, y mis hijos esta noche tienen hambre, sed y frió, y no tengo qué darles.
Los pastores se conmovieron y, uno a uno, se acercaron a la mujer. El primero le dijo: Toma este rico requesón, yo se lo llevaba al niño Jesús, pero creo que es mejor que se lo coman tus hijos. Otro le entregó la hermosa piel de oveja que le llevaba al salvador, diciendo: Con esta piel le quitarás el frío a tus hijos, toma. Otro le dio la leche de sus ovejas, diciendo: Con esto calmarás la sed de tus hijos. Y finalmente otro le dijo: Toma estos dos corderitos. Si los cuidas, podrás vender uno, y alimentar a tus hijos con la leche del otro. Así no te faltará sustento.
La mujer dejó de llorar y los pastores una vez más sacando sus flautas y chirimías, les dieron el mejor de sus conciertos. La casa de llenó de alegría. Al salir vieron que la niebla se había disipado y que una estrella estaba posada encima de un humilde portal. Los pastores y el ermitaño se encaminaron hacia el portal, aunque algunos decían: Ahora ¿qué le llevaremos al niño, si todo lo hemos dejado en la casa de la viuda pobre?
El ermitaño les contestó: Dios no mira las apariencias ni las cosas materiales, sino el corazón.
Cuando ya estaban cerca del portal, el ermitaño ciego se convirtió en un ángel. Sorprendidos los pastores se quedaron sin aliento. El ángel les dijo: No teman pastores, yo soy el arcángel Rafael y sirvo en la presencia de Dios. Él me envió a ustedes para guiarlos al encuentro con el Salvador y probar su fe, esperanza y caridad. Ahora acérquense y ofrézcanle al niño el mejor de los regalos que el hombre le puede dar a Dios, es el amor de su corazón.
Y de este modo los pastores, llenos de alegría, se acercaron al niño, a su hermosa madre María y al santísimo José, y le entonaron el mejor de sus cantos. Mientras cantaban, un grupo del ejército celestial junto con el arcángel Rafael, comenzó a acompañarlos para darle al niño el mejor de los conciertos que jamás se haya oído en la tierra.
Tras adorar al niño, Macario y los pastores que habían pasado las pruebas, volvieron a sus campos para compartir el gozo de haber encontrado a Jesús. De los otros pastores nunca se volvió a saber nada. Desde entonces Macario y sus hermanos viven felices, ayudan a los que lo necesitan y hablan a todos del maravilloso misterio de la Navidad.
Escrito por D. José Díaz Borrego.